martes, 14 de mayo de 2013

El apogeo de la vida religiosa

Una de las descripciones más sublimes que he podido leer sobre Jesús la presentan los documentos de Urantia al hablar de la cúspide de una vida humana consagrada al Padre. Jesús es el ideal inspirador de un ser humano completo, unificado y equilibrado. El representa como debemos vivir la vida.

(1101.5) 100:7.1 Aunque el mortal medio de Urantia no puede esperar alcanzar la elevada perfección de carácter que adquirió Jesús de Nazaret mientras permaneció en la carne, a todo creyente mortal le es totalmente posible desarrollar una personalidad fuerte y unificada según el modelo perfeccionado de la personalidad de Jesús. La característica incomparable de la personalidad del Maestro no era tanto su perfección como su simetría, su exquisita unificación equilibrada. La presentación más eficaz de Jesús consiste en seguir el ejemplo de aquel que dijo, mientras hacía un gesto hacia el Maestro que permanecía de pie delante de sus acusadores: «¡He aquí al hombre!»

(1101.6) 100:7.2 La amabilidad constante de Jesús conmovía el corazón de los hombres, pero la firmeza de su fuerza de carácter asombraba a sus seguidores. Era realmente sincero; no había nada de hipócrita en él. Estaba exento de simulación; era siempre tan refrescantemente auténtico. Nunca se rebajó a fingir, y nunca recurrió a la impostura. Vivía la verdad tal como la enseñaba. Él era la verdad. Estaba obligado a proclamar la verdad salvadora a su generación, aunque esta sinceridad a veces causara sufrimiento. Era incondicionalmente leal a toda verdad.

(1101.7) 100:7.3 Pero el Maestro era tan razonable, tan accesible. Era tan práctico en todo su ministerio, mientras que todos sus planes estaban caracterizados por un sentido común santificado. Estaba libre de toda tendencia extravagante, errática y excéntrica. Nunca era caprichoso, antojadizo o histérico. En toda su enseñanza y en todas las cosas que hacía siempre había una discriminación exquisita, asociada a un extraordinario sentido de la corrección.

(1102.1) 100:7.4 El Hijo del Hombre siempre fue una personalidad bien equilibrada. Incluso sus enemigos le tenían un respeto saludable; temían incluso su presencia. Jesús no tenía miedo. Estaba sobrecargado de entusiasmo divino, pero nunca se volvió fanático. Era emocionalmente activo, pero nunca caprichoso. Era imaginativo pero siempre práctico. Se enfrentaba con franqueza a las realidades de la vida, pero nunca era insulso ni prosaico. Era valiente pero nunca temerario; prudente, pero nunca cobarde. Era compasivo pero no sensiblero; excepcional pero no excéntrico. Era piadoso pero no beato. Estaba tan bien equilibrado porque estaba perfectamente unificado.

(1102.2) 100:7.5 Jesús no reprimía su originalidad. No estaba atado a la tradición ni obstaculizado por la esclavitud a los convencionalismos estrechos. Hablaba con una confianza indudable y enseñaba con una autoridad absoluta. Pero su magnífica originalidad no le inducía a pasar por alto las perlas de verdad contenidas en las enseñanzas de sus predecesores o de sus contemporáneos. Y la más original de sus enseñanzas fue el énfasis que puso en el amor y la misericordia, en lugar del miedo y el sacrificio.

(1102.3) 100:7.6 Jesús tenía un punto de vista muy amplio. Exhortaba a sus seguidores a que predicaran el evangelio a todos los pueblos. Estaba exento de toda estrechez de miras. Su corazón compasivo abarcaba a toda la humanidad e incluso a un universo. Su invitación siempre era: «Quienquiera que lo desee, puede venir».

(1102.4) 100:7.7 De Jesús se ha dicho en verdad: «Confiaba en Dios». Como hombre entre los hombres, confiaba de la manera más sublime en el Padre que está en los cielos. Confiaba en su Padre como un niño pequeño confía en su padre terrenal. Su fe era perfecta pero nunca presuntuosa. Por muy cruel o indiferente que la naturaleza pareciera ser para el bienestar de los hombres en la Tierra, Jesús no titubeó nunca en su fe. Era inmune a las decepciones e insensible a las persecuciones. Los fracasos aparentes no le afectaban.

(1102.5) 100:7.8 Amaba a los hombres como hermanos, reconociendo al mismo tiempo cuánto diferían en dones innatos y en cualidades adquiridas. «Iba de un sitio para otro haciendo el bien».

(1102.6) 100:7.9 Jesús era una persona excepcionalmente alegre, pero no era un optimista ciego e irracional. Sus palabras constantes de exhortación eran: «Tened buen ánimo». Podía mantener esta actitud convencida debido a su confianza inquebrantable en Dios y a su fe férrea en los hombres. Siempre manifestaba una consideración conmovedora a todos los hombres porque los amaba y creía en ellos. Pero siempre se mantuvo fiel a sus convicciones y magníficamente firme en su consagración a hacer la voluntad de su Padre.

(1102.7) 100:7.10 El Maestro siempre fue generoso. Nunca se cansó de decir: «Es más bienaventurado dar que recibir». Y también: «Habéis recibido gratuitamente, dad gratuitamente». Y sin embargo, a pesar de su generosidad ilimitada, nunca fue derrochador ni extravagante. Enseñó que tenéis que creer para recibir la salvación. «Pues todo aquel que busca, recibirá».

(1102.8) 100:7.11 Era sincero, pero siempre amable. Decía: «Si no fuera así, os lo habría dicho». Era franco, pero siempre amistoso. Expresaba claramente su amor por los pecadores y su odio por el pecado. Pero en toda esta franqueza sorprendente, era infaliblemente equitativo.

(1102.9) 100:7.12 Jesús siempre estaba alegre, a pesar de que a veces bebió profundamente en la copa de las tristezas humanas. Se enfrentó con intrepidez a las realidades de la existencia, y sin embargo estaba lleno de entusiasmo por el evangelio del reino. Pero controlaba su entusiasmo; éste nunca lo dominó a él. Estaba consagrado sin reservas a «los asuntos del Padre». Este entusiasmo divino condujo a sus hermanos no espirituales a pensar que estaba fuera de sí, pero el universo que lo contemplaba lo valoraba como el modelo de la cordura y el arquetipo de la devoción mortal suprema a los criterios elevados de la vida espiritual. Su entusiasmo controlado era contagioso; sus compañeros se veían obligados a compartir su divino optimismo.

(1103.1) 100:7.13 Este hombre de Galilea no era un hombre de tristezas; era un alma de alegría. Siempre estaba diciendo: «Regocijaos y estad llenos de alegría». Pero cuando el deber lo exigió, estuvo dispuesto a atravesar valientemente el «valle de la sombra de la muerte». Era alegre pero al mismo tiempo humilde.

(1103.2) 100:7.14 Su valor sólo era igualado por su paciencia. Cuando le presionaban para que actuara prematuramente, se limitaba a responder: «Mi hora aún no ha llegado». Nunca tenía prisa; su serenidad era sublime. Pero a menudo se indignaba contra el mal, no toleraba el pecado. Con frecuencia se sintió impulsado a oponerse enérgicamente a aquello que iba en contra del bienestar de sus hijos en la Tierra. Pero su indignación contra el pecado nunca le condujo a enojarse con los pecadores.

(1103.3) 100:7.15 Su valor era magnífico, pero nunca fue temerario. Su lema era: «No temáis». Su valentía era altiva y su coraje a menudo heroico. Pero su coraje estaba unido a la discreción y controlado por la razón. Era un coraje nacido de la fe, no la temeridad de una presunción ciega. Era realmente valiente pero nunca atrevido.

(1103.4) 100:7.16 El Maestro era un modelo de veneración. Su oración, incluso en su juventud, empezaba por: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre». Respetaba incluso el culto erróneo de sus semejantes. Pero esto no le impedía luchar contra las tradiciones religiosas o atacar los errores de las creencias humanas. Veneraba la verdadera santidad, y sin embargo podía apelar con razón a sus semejantes, diciendo: «¿Quien de vosotros me declarará culpable de pecado?».

(1103.5) 100:7.17 Jesús era grande porque era bueno, y sin embargo fraternizaba con los niños pequeños. Era amable y modesto en su vida personal, y sin embargo era el hombre perfeccionado de un universo. Sus compañeros le llamaban Maestro por propia iniciativa.

(1103.6) 100:7.18 Jesús era la personalidad humana perfectamente unificada. Y hoy, como en Galilea, continúa unificando la experiencia mortal y coordinando los esfuerzos humanos. Unifica la vida, ennoblece el carácter y simplifica la experiencia. Entra en la mente humana para elevarla, transformarla y transfigurarla. Es literalmente cierto que: «Si un hombre tiene a Cristo Jesús dentro de él, es una criatura nueva; las cosas viejas van desapareciendo; y mirad, todas las cosas se vuelven nuevas.»