JESÚS poseía una fe sublime y incondicionada en Dios. Él experimentó
los estados de ánimo buenos y malos, típicos de la existencia mortal,
pero, en el sentido religioso, no dudó nunca de la certeza de la
vigilancia y la guía de Dios. Su fe fue la consecuencia de la visión
interna, nacida de la actividad de su Ajustador residente, la presencia
divina. Su fe no fue ni tradicional ni meramente intelectual. Fue
totalmente personal y puramente espiritual.
El Jesús humano vio a Dios como santo,
justo y grande, así como también verdadero, bello y bueno. Todos estos
atributos de la divinidad él enfocó en su mente como «la voluntad del
Padre en el cielo». El Dios de Jesús era al mismo tiempo «el Santo de
Israel» y «el Padre vivo y amante en el cielo». El concepto de Dios como
Padre no fue original de Jesús, sino que él exaltó y elevó la idea a
una experiencia sublime al lograr una nueva revelación de Dios y al
proclamar que toda criatura mortal es niño de este Padre del amor, es
hijo de Dios.
Jesús no se aferró a la fe en Dios así como
lo haría un alma en guerra con el universo y en lucha de muerte con un
mundo hostil y pecaminoso; no recurrió a la fe como simple consuelo
cuando estaba plagado de dificultades ni como alivio cuando lo amenazaba
la desesperanza; su fe no fue tan sólo una compensación ilusoria de las
realidades desagradables y de las congojas del vivir. Al enfrentarse
con todas las dificultades naturales y las contradicciones temporales de
la existencia mortal, él experimentó la tranquilidad de la confianza
suprema y indiscutida en Dios y sintió la tremenda emoción de vivir, por
la fe, en la presencia misma del Padre celestial. Esta fe triunfante
fue una experiencia viva de real alcance espiritual. La gran
contribución de Jesús a los valores de la experiencia humana no fue que
revelara tantas nuevas ideas sobre el Padre en el cielo, sino más bien
que tan magnífica y humanamente demostró un nuevo y más alto tipo de fe viva en Dios. Nunca en todos los mundos de este universo, en la vida de cualquier mortal, vino Dios a ser tal realidad viva como en la experiencia humana de Jesús de Nazaret.
En la vida del Maestro en Urantia, este
mundo y todos los demás de la creación local descubren un nuevo tipo más
elevado de religión, una religión basada en las relaciones espirituales
personales con el Padre Universal y totalmente validada por la
autoridad suprema de la experiencia personal genuina. Esta fe viva de
Jesús fue más que una reflexión intelectual, y no fue una meditación
mística.
La teología puede fijar, formular, definir y
dogmatizar la fe, pero en la vida humana de Jesús la fe fue personal,
viva, original, espontánea y puramente espiritual. Esta fe no fue
reverencia por la tradición ni una mera creencia intelectual que él
sostenía como un credo sagrado, sino más bien una experiencia sublime y
una convicción profunda que lo sostenía firmemente. Su fe fue tan real y tan completa que eliminó en forma absoluta toda duda espiritual y destruyó en
forma efectiva todo deseo contradictorio. Nada pudo arrancarlo del ancla
espiritual de esta fe ferviente, sublime y impávida. Aun frente a la
derrota aparente o en las garras del desencanto y de la desesperación
amenazante, permaneció calmo en la presencia divina, libre de temores y
plenamente consciente de su invencibilidad espiritual. Jesús disfrutó de
la certeza vigorizadora de poseer una fe sin incertidumbres, y en cada
una de las difíciles situaciones de la vida, infaliblemente exhibió una
lealtad inamovible a la voluntad del Padre. Esta fe estupenda permaneció
impávida aun frente a la amenaza cruel y sobrecogedora de una muerte
ignominiosa.
En un genio religioso, muchas veces una
poderosa fe espiritual lleva directamente al fanatismo desastroso, a la
exageración del ego religioso, pero esto no le ocurrió a Jesús. No hubo
influencias negativas de su extraordinaria fe y alcance espiritual en su
vida práctica, porque esta exaltación espiritual era una expresión
totalmente inconsciente y espontánea del alma de su experiencia personal
con Dios.
La fe espiritual indomable y apasionada de
Jesús no rayó jamás en el fanatismo porque su fe no llegó nunca a
afectar su juicio intelectual equilibrado en cuanto a los valores
proporcionales de las situaciones sociales, económicas y prácticas
morales corrientes de la vida. El Hijo del Hombre era una personalidad
humana espléndidamente unificada; era un ser divino de dones perfectos;
también era magníficamente coordinado como ser humano y divino
combinados, funcionando en la tierra como una sola personalidad. Siempre
coordinó el Maestro la fe del alma con el juicio de la sabiduría de la
experiencia. La fe personal, la esperanza espiritual y la devoción moral
siempre estuvieron correlacionadas en una unidad religiosa incomparable
de asociación armoniosa con una realización sagaz de la realidad y
santidad de todas las lealtades humanas —honor personal, amor familiar,
obligación religiosa, deber social y necesidad económica.
La fe de Jesús visualizaba todos los
valores espirituales como se encuentran en el reino de Dios; por lo
tanto dijo: «Buscad primero el reino del cielo». Jesús vio en la
desarrollada e ideal comunidad del reino, el logro y la satisfacción de
la «voluntad de Dios». El corazón mismo de la oración que enseñó a sus
discípulos fue «venga tu reino; hágase voluntad tuya». Habiendo así
concebido que el reino comprendía la voluntad e Dios, se dedicó a la
causa de su realización con extraordinario autoolvido y entusiasmo sin
límites. Pero en su extensa misión y a lo largo de su vida
extraordinaria no se asomó nunca la furia del fanático ni la frivolidad
del egocéntrico religioso.
La vida entera del Maestro estuvo
constantemente condicionada por su fe viva, su experiencia religiosa
sublime. Esta actitud espiritual dominó totalmente sus pensamientos y
sentimientos, su creencia y su oración, su enseñanza y su predicación.
Esta fe personal de un hijo en la certeza y seguridad de la guía y
protección del Padre celestial impartió una profunda dote de realidad
espiritual a su vida singular. Sin embargo, a pesar de la muy profunda
conciencia de relación estrecha con la divinidad, este galileo, este
Galileo de Dios, cuando se le apeló Buen Instuctor, replicó
instantáneamente: «¿Por qué me llamáis bueno?» Cuando nos enfrentamos
con un autoolvido tan esplendoroso comenzamos a comprender cómo el Padre
Universal pudo tan plenamente manifestarse a él y revelarse a través de
él a los mortales de los mundos.
Jesús llevó a Dios, como hombre del reino,
la más grande de las ofrendas: la consagración y dedicación de su propia
voluntad al servicio majestuoso de hacer la voluntad divina. Jesús
interpretó la religión siempre y constantemente sólo en términos de la
voluntad del Padre. Cuando estudiéis la carrera del Maestro, en lo que concierna a la oración o a cualquier
otra característica de la vida religiosa, buscad no tanto lo que él
enseñó sino lo que él hizo. Jesús no oraba jamás porque fuera un deber
religioso hacerlo. Para él la oración era una expresión sincera de
actitud espiritual, una declaración de lealtad del alma, un recital de
devoción personal, una expresión de gratitud, un evitar de las tensiones
emocionales, una prevención de los conflictos, una exaltación del
intelecto, un ennoblecimiento de los deseos, una vindicación de la
decisión moral, un enriquecimiento del pensamiento, una vigorización de
las inclinaciones más elevadas, una consagración del impulso, una
clarificación de un punto de vista, una declaración de fe, una rendición
trascendental de la voluntad, una afirmación sublime de confianza, una
revelación de coraje, la proclamación del descubrimiento, una confesión
de devoción suprema, la validación de la consagración, una técnica para
el ajuste de las dificultades y la poderosa movilización de los poderes
combinados del alma para soportar las tendencias humanas hacia el
egoísmo, el mal y el pecado. Él vivió una vida de consagración oracional
de hacer la voluntad de su Padre y terminó su vida triunfalmente con
esa oración. El secreto de su religión sin paralelo fue esta conciencia
de la presencia de Dios; y la alcanzó mediante la oración inteligente y
la adoración sincera —comunión constante con Dios— y no por medio de
augurios, voces, visiones, apariciones o prácticas religiosas
extraordinarias.
En la vida terrenal de Jesús la religión
fue una experiencia viva, un pasaje directo y personal de la reverencia
espiritual a la rectitud práctica. La fe de Jesús rindió los frutos
trascendentales del espíritu divino. Su fe no era inmadura y crédula
como la de un niño, pero de muchas maneras se asemejaba a la confianza
sin sospechas de la mente de un niño; Jesús confiaba en Dios como un
niño confía en su padre. Tenía una confianza profunda en el universo
—como confía el niño en el medio ambiente de sus padres. La fe
incondicionada de Jesús en la bondad fundamental del universo mucho se
asemejaba a la confianza del niño en la seguridad de su medio ambiente
terrenal. El dependía del Padre celestial, como un niño depende de su
padre en la tierra, y su fe ferviente no puso nunca en duda, ni por un
momento, la certeza de los grandes cuidados del Padre celestial. No lo
perturbaron seriamente ni los temores, ni las dudas, ni los
escepticismos. El descreimiento no inhibió la expresión libre y original
de su vida. Combinó el coraje fuerte e inteligente de un hombre adulto
con el optimismo sincero y confiado de un niño creyente. Su fe llegó a
tales niveles de confianza que encontraba totalmente libre de temores.
La fe de Jesús llegó a la confianza pura de
un niño. Su fe fue tan absoluta y certera que respondía al encanto de
la relación con los semejantes y a las maravillas del universo. Su
sentido de dependencia en lo divino fue tan completo y tan confiado que
dio como fruto la felicidad y la certeza de una absoluta seguridad
personal. No hubo ninguna pretensión de titubeo en su experiencia
religiosa. En este gigantesco intelecto del hombre adulto reinaba
suprema la fe de un niño en todos los asuntos relacionados con la
conciencia religiosa. No es extraño que dijera cierta vez: «Si no os
volvéis como niños, no entraréis al reino». Aunque la fe de Jesús era como la de un niño, no era, en ningún sentido infantil.
Jesús no requiere que sus discípulos crean
en él sino más bien que crean con él, que crean en la realidad del amor
de Dios y acepten con plena confianza la certeza de la seguridad de la
filiación con el Padre celestial. El Maestro desea que todos sus
seguidores compartan plenamente su fe trascendental. Jesús desafió en
forma enternecedora a sus seguidores, no sólo a que creyeran lo que él creía, sino también a que creyeran como creía él. Éste es el significado pleno de su requisito supremo: «sígueme».