A continuación cito algunos apuntes interesantes de Raymond Franz, quién fuera sobrino de Fred Franz (la persona que más influyó en la Traducción del Nuevo Mundo):
"Suponiendo que uno se sienta inclinado a aceptar el argumento de la
Sociedad Watch Tower al justificar su inserción del nombre “Jehová” en las
Escrituras Cristianas o Nuevo Testamento—aún solamente en esos casos en los que
se cita de las Escrituras Hebreas—uno todavía tendría que enfrentarse a
preguntas serias. En primer lugar estaría el hecho que hasta en la propia traducción de la Sociedad
Watch Tower, con sus inserciones específicas, existen cartas enteras escritas por los apóstoles en
las que el nombre “Jehová” está completamente ausente, es decir Filipenses,
Primera a Timoteo, Tito, Filemón y las tres cartas de Juan. Cualquier Testigo
de Jehová debe reconocer honestamente que sería completamente impensable para
cualquier individuo prominente en la organización de los Testigos escribir
sobre asuntos espirituales sin emplear el nombre “Jehová” con frecuencia. El
escribir cartas de la extensión y del contenido de la carta de Pablo a los
Filipenses, o de su primera carta pastoral a Timoteo o de la que escribió a
Tito, o el escribir tres cartas separadas de advertencia y exhortación sobre
temas cruciales como los que trata el apóstol Juan—el escribir estas cartas sin
hacer uso repetido del nombre “Jehová” lo haría a uno sospechoso de apostasía
entre los Testigos de Jehová. Sin embargo, en su propia Traducción del Nuevo Mundo el
nombre no aparece en ninguna de estas siete cartas apostólicas ni en sus
discusiones de puntos espirituales vitales. Aún desde el punto de vista de la Traducción del Nuevo Mundo, uno debe decir que al escribir estas cartas los apóstoles
Pablo y Juan no se amoldaron a la norma predominante dentro de la organización
Watch Tower. O expresado de manera más correcta, la norma predominante dentro
de la organización Watch Tower no se amolda al punto de vista apostólico del
primer siglo.
La ausencia completa
del nombre “Jehová” de estas siete cartas apostólicas en la Traducción del Nuevo Mundo da más evidencia de que la inserción
de este nombre en las otras Escrituras Cristianas es puramente arbitraria, no
algo exigido por la evidencia.
En segundo
lugar, incluso si fuéramos a aceptar las numerosas inserciones del nombre
“Jehová” en las Escrituras Cristianas efectuadas por los traductores (más
exactamente, por el traductor Fred Franz) de la Traducción del Nuevo Mundo, tendríamos todavía que
afrontar el hecho que los escritores originales de esas Escrituras Cristianas
se refieren al nombre del Hijo de Dios con mucha mayor frecuencia. El nombre
“Jesús” aparece 912 veces, superando ampliamente las 237 inserciones del nombre
“Jehová”. Esto también es sorprendentemente
diferente de la práctica habitual en las publicaciones de la Sociedad Watch
Tower, donde la relación es a veces justamente a la inversa. Comenzando
particularmente con la presidencia de Rutherford, esas publicaciones revelan un
incremento progresivo en el uso del nombre “Jehová”, acompañado al menos por
una referencia disminuida al Hijo de Dios, Jesucristo. Sin embargo, Dios mismo
afirmó que era Su voluntad que “todos honren al Hijo así como honran al Padre. El
que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió.” Los
escritores de las Escrituras Cristianas tomaron claramente esta afirmación en
serio y su ejemplo debe ser seguido, en lugar de ser descartado bajo la
alegación de que no se ajusta a las necesidades de nuestro tiempo.
¿A que se debió el cambio desde los tiempos precristianos a los
cristianos?
Como se ha demostrado, a pesar de
todas las afirmaciones y teorías, sencillamente no existe evidencia sólida que
muestre que el Tetragrámaton aparecía en cualquiera de las Escrituras
Cristianas aparte de sus cuatro apariciones en forma abreviada en el libro de
Revelación. La evidencia histórica, que evidentemente se remonta en parte hasta
unas décadas después del tiempo de los escritos de Pablo, indica forzosamente
lo contrario. En vista de la presencia abundante del Tetragrámaton en las
Escrituras Pre-Cristianas (Hebreas), con sus miles de apariciones allí, el
cambio es ciertamente notable. Si nos enfrentamos a la evidencia conocida, la
pregunta es ahora: ¿Cómo puede entenderse ese cambio tan notable? ¿Qué efecto
tiene esto en que tomemos a pechos y en que apliquemos las muchas exhortaciones
bíblicas de alabar, honrar y santificar el nombre de Dios?
Para entender
esto necesitamos comprender lo que significa la expresión “nombre” en las
Escrituras y a lo que realmente se hace referencia por el “nombre” de Dios. A
menudo limitamos en nuestro pensamiento la expresión “nombre” a una palabra o expresión que
distingue a una persona o a una cosa de otra, lo que generalmente se conoce
como “nombre propio” o “apelativo” tal como “Juan”, “María”, “Australia” y
“Atlántico”. Este es el uso más común del término “nombre” en el habla diaria,
y con frecuencia es también su sentido en las Escrituras. Sin embargo, “nombre”
puede aplicarse en un número de formas diferentes. A finales de los años
sesenta, cuando se estaba preparando el libro de la Sociedad Watch Tower Ayuda para entender la Biblia(hoy Perspicacia para comprender las Escrituras), se me
asignó para preparar artículos sobre los temas “Jehová” y “Jesús”, “Cristo” y
“Nombre”. En ese momento no encontré ninguna razón para cuestionar seriamente
las enseñanzas de la Sociedad Watch Tower sobre el uso extendido del nombre
“Jehová” entre los cristianos del primer siglo, e intenté sinceramente apoyar esos
puntos de vista. No estaba al tanto de muchos de los factores
que se discuten en el presente escrito; otros factores simplemente no me
pasaron por el pensamiento debido a que mi mente estaba dirigida a apoyar las
enseñanzas de la organización, más bien que a evaluar y probar su validez. Pero
al investigar los tres puntos mencionados, me di cuenta de algo con más
claridad que nunca antes, y eso fue que la palabra “nombre” puede tener un
significado mucho más amplio y vital que el que se le asigna comúnmente. Este
entendimiento llegó a ser el fundamento para darme cuenta de cuán estrechamente
limitado había sido mi punto de vista sobre varios pasajes bíblicos, y para
reconocer eventualmente que la aplicación que hace la organización de ellos es
a menudo injustificada.
“Nombre” por
ejemplo, puede referirse, no a un “nombre propio” distintivo, sino a la reputación o registro personal. Cuando decimos que una persona “se
ha hecho un buen nombre”, o un “mal nombre”, nos referimos no a una expresión o
palabra que se utiliza para identificarlo tal como “Ricardo”, “Enrique” o “Juan
Pérez”, sino a la reputación que se ha ganado. Lo bueno o malo de su “nombre”
no tiene nada que ver con el nombre o apellido que se le asignó. De manera
similar, cuando decimos que debido a un mal derrotero una persona “ha perdido
su buen nombre”, no nos referimos a su nombre en sentido literal, sino en un
sentido mucho más amplio. Así un hombre puede ser conocido como “Justo
Buenhombre”, y, sin embargo, en un sentido más amplio puede tener un “mal
nombre”. Este “nombre” último es, obviamente, de mayor importancia que el
nombre o apelación por el que se le llama comúnmente, debido a que se refiere a
lo que realmente él mismo es y
a lo que ha hecho. Este sentido más amplio y profundo de la palabra
“nombre” aparece con frecuencia en las Escrituras.
“Nombre”
puede referirse a la autoridad por la que se hace algo. Eso es lo que
se quiere decir cuando decimos “en el nombre de la ley”, o “en el nombre del
Rey”. La “ley” no tiene un “nombre” particular en sentido ordinario, y no se
hace referencia a un nombre como “Enrique”, “Luis”, o “Juan Carlos”, cuando se
dice “en el nombre del Rey”, sino a la autoridad y posición real
a la que se apela como base para la solicitud efectuada. En Efesios 1:21, el
apóstol habla de gobierno, autoridad, poder y señorío y “todo nombre que se
nombra”. Esto muestra claramente que “nombre” representa a menudo autoridad y
posición. En un artículo sobre el Espíritu
santo, publicado enLa Atalaya de 15 de enero de 1991
(página 5), la organización se ve obligada a reconocer este sentido de la
palabra “nombre” al explicar el significado de la expresión en Mateo 28:19:
“bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo”. Puesto
que no hay un “nombre” en el sentido común y ordinario que se le haya dado al
Espíritu santo, es evidente que el término se utiliza aquí en un sentido
distinto. Tan atrás como en La Atalaya (edición en inglés) de 15 de diciembre
de 1944 (páginas 371, 372) se hizo la siguiente afirmación:
Bautismo en el nombre del Hijo significa
más que en el nombre literal del Hijo, Jesucristo; al igual que nombre
representa mucho más que su significado literal. El nombre
lleva todo el honor, autoridad, poder y posición que el Padre ha otorgado al
Hijo.
Lo que es cierto del “nombre del
Hijo” en comparación con su nombre literal “Jesucristo”, es igualmente cierto
del “nombre del Padre” en comparación con su nombre literal “Jehová”.
Esta misma
expresión “en el nombre de”, puede, por lo tanto, significar también que quien
sostiene hablar o actuar “en el nombre de” otra persona, alega tener la
autoridad para representar a esa persona.
En última
instancia, pues, al hablar del “nombre” de uno, la verdadera referencia puede
ser no sólo una palabra o expresión utilizada para designar a un individuo,
sino la persona misma, su personalidad, cualidades,
principios e historial, lo que él mismo es. (De modo similar, cuando
apelamos a alguien “en nombre de la misericordia”, nos referimos a todo lo que
representa y simboliza la misericordia). Por consiguiente, sería correcto
afirmar que, aunque conozcamos el nombre con el cual se llama a una persona, si
no la conocemos por lo que verdaderamente es, no conocemos en realidad su
“nombre” en el sentido real y vital.
Al preparar
el artículo “Jehová” para el libro Ayuda para entender la Bibliaincluí
la siguiente cita del erudito en hebreo, Profesor G. T. Manley:
Un estudio de la palabra “nombre” en
el Antiguo Testamento revela cuánto significa esa palabra en hebreo. El nombre
no es una simple etiqueta, sino que es representativo de la personalidad real
de aquél a quien pertenece.
El “conocer el nombre de Dios”
significa, pues, mucho más que simplemente conocer la palabra que lo designa.
Al escribir sobre los que sostienen que Éxodo 6:2, 3 indica que el
Tetragrámaton o el nombre de “Jehová” se conoció por primera vez en el tiempo
de Moisés, el Profesor de Hebreo D. H. Weir escribe:
No han estudiado [estos versículos] a
la luz de otros textos; de otro modo se hubieran dado cuenta de que la palabra nombre no
hace referencia a las dos sílabas que componen la voz Jehová, sino a la idea
que esta expresa. Cuando leemos en Isaías cap. LII. 6, ‘Por tanto, mi pueblo sabrá mi nombre’, o en Jeremías
cap. XVI. 21, ‘Sabrán que mi nombre es Jehová’, o
en los Salmos, Sl. IX [10, 16], ‘Y en ti confiarán los que conocen tu nombre’,
vemos en seguida que conocer el nombre de Jehová es algo muy diferente de
conocer las cuatro letras que lo componen. Es conocer por experiencia que
Jehová es en realidad lo que su nombre expresa que es. (Compárese también con
Is. XIX. 20, 21; Eze. XX. 5, 9; XXXIX. 6, 7; Sl LXXXIII. [18]; LXXXIX. [16]; 2
Cr. VI. 33.)”. (The Imperial Bible-Dictionary,
vol. 1, págs. 856, 857.)[37]
Debido a que
llegué a reconocer este significado mucho más profundo del término “nombre” en
la Biblia, cuando escribí el artículo “Jehová” para el libroAyuda para entender la Biblia,
incluí la siguiente afirmación: (pág. 1206)
Conocer el nombre de Dios significa
más que un simple conocimiento de la palabra. (2 Cr 6:33.) En realidad,
significa conocer a la Persona: sus propósitos, actividades y cualidades según
se revelan en su Palabra. (Compárese con 1 Re 8:41-43; 9:3, 7; Ne 9:10.) Puede
ilustrarse con el caso de Moisés, un hombre a quien Jehová ‘conoció por
nombre’, esto es, conoció íntimamente. (Éx 33:12.) Moisés tuvo el privilegio de
ver una manifestación de la gloria de Jehová y también ‘oír declarado el nombre
de Jehová’. (Éx 34:5.) Aquella declaración no fue simplemente una repetición
del nombre Jehová, sino una exposición de los atributos y actividades de Dios,
en la que se decía: “Jehová, Jehová, un Dios misericordioso y benévolo, tardo
para la cólera y abundante en bondad amorosa y verdad, que conserva bondad
amorosa para miles, que perdona error y transgresión y pecado, pero de ninguna
manera dará exención de castigo, que hace venir el castigo por el error de
padres sobre hijos y sobre nietos, sobre la tercera generación y sobre la
cuarta generación”. (Éx 34:6, 7.) De manera similar, la canción de Moisés que
incluye las palabras: “Porque yo declararé el nombre de Jehová”, cuenta los
tratos de Dios con Israel y describe su personalidad. (Dt 32:3-44.)
Cuando Jesucristo estuvo en la
Tierra, ‘puso el nombre de su Padre de manifiesto’ a sus discípulos. (Jn 17:6,
26.) Aunque ya conocían el nombre de Dios y estaban familiarizados con sus
actividades, registradas en las Escrituras Hebreas, estos discípulos llegaron a
conocer a Jehová de un modo mejor y mucho más amplio a través de aquel que está
“en la posición del seno para con el Padre”. (Jn 1:18.) Cristo Jesús representó
perfectamente a su Padre, pues hizo las obras de Él y habló, no de su propia
iniciativa, sino las palabras de su Padre. (Jn 10:37, 38; 12:50; 14:10, 11,
24.) Por eso pudo decir: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre también”.
(Jn 14:9)
Estos hechos dejan claro que los
únicos que de verdad conocen el nombre de Dios son sus siervos obedientes.
(Compárese con 1Jn 4:8; 5:2, 3.) De modo que la promesa de Jehová registrada en
el Salmo 91:14 aplica a tales personas: “Lo protegeré porque ha llegado a
conocer mi nombre”. El nombre en sí mismo no tiene poder mágico; sin embargo,
Aquel que posee ese nombre puede dar protección a su pueblo dedicado. De modo
que el nombre representa a Dios mismo. Por esta razón el proverbio dice: “El
nombre de Jehová es una torre fuerte. A ella corre el justo y se le da
protección”. (Pr 18:10.) Esta es la acción que toman las personas que arrojan
su carga sobre Jehová. (Sl 55:22.) De igual modo, amar el nombre (Sl 5:11),
celebrarlo con melodía (Sl 7:17), invocarlo (Gé 12:8), darle gracias (1Cr
16:35), jurar por él (Dt 6:13), recordarlo (Sl 119:55), temerlo (Sl 61:5), buscarlo
(Sl 83:16), confiar en él (Sl 33:21), ensalzarlo (Sl 34:3) y esperar en él (Sl
52:9) es hacer estas cosas con referencia a Jehová mismo. Hablar abusivamente
del nombre de Dios es blasfemar contra Dios. (Le 24:11, 15, 16.)
Podemos
entender esto por el hecho de que el término “nombre” se utiliza de manera
idéntica con referencia al Hijo de Dios. Cuando el apóstol Juan escribe “a
cuantos sí lo recibieron, a ellos dio autoridad de llegar a ser hijos de Dios,porque ejercieron fe en su nombre”,
Juan no se está refiriendo simplemente al nombre “Jesús”. Se refiere a la persona del
Hijo de Dios, a lo que Él escomo el “Cordero de Dios”, a su
posición divinamente asignada, como Redentor, Salvador y Mediador en favor de
la humanidad. Reconociendo esto, en lugar de “ejercieron fe en su nombre”,
algunas traducciones leen “creyeron en él” (Versión Popular, Traducción Interconfesional).
¿Probaría que
uno es un creyente genuino en Cristo, o su seguidor verdadero, el mero uso del
nombre “Jesús”, o incluso el pronunciar frecuentemente ese nombre, o el llamar
permanentemente la atención sobre este nombre literal? Obviamente, ninguna de
estas cosas por sí misma probaría que uno es verdaderamente un cristiano. Ni
tampoco significarían que verdaderamente se está “dando a conocer el nombre”
del Hijo de Dios en el sentido real del texto bíblico. Millones de personas hoy
día emplean y pronuncian regularmente el nombre “Jesús”. Sin embargo, muchos de
ellos representan de forma errónea, y de hecho oscurecen, el “nombre” verdadero
y vital del Hijo de Dios, porque su conducta y derrotero están muy lejos de
reflejar sus enseñanzas, su personalidad o la clase de vida que Él ejemplificó.
Sus vidas no demuestran una conducta consistente con fe la en su poder para
proveer redención. Eso, y no el empleo de una palabra particular o un nombre
propio, es lo que está involucrado en “creer en su nombre”.
Lo mismo es
cierto con relación al empleo del nombre “Jehová”. No importa cuán
frecuentemente algunas personas, o una organización de gente, puedan pronunciar
ese nombre literal (alegando una rectitud especial en virtud del uso repetido
de ese nombre), si no reflejan genuinamente en actitud, conducta y práctica lo
que la Persona misma es—Sus cualidades, caminos y normas—entonces no han
llegado verdaderamente a “conocer su nombre” en el sentido bíblico. No conocen
realmente a la persona o
a la personalidad representada por el Tetragrámaton. El uso de tal nombre no pasaría de ser
un mero servicio de labios. Si afirman hablar “en su nombre” pero representan
incorrectamente lo que Él mismo declara en su propia Palabra, o hacen falsas
predicciones en “su nombre”, o idean e imponen “en su nombre” leyes y normas
sin base bíblica, o dictan “en su nombre” juicios y condenas injustas,
entonces, de hecho, “han tomado su nombre en vano”. Ellos han actuado de un
modo que ni tiene su autorización ni refleja sus cualidades y, normas ni lo que
Él mismo es como persona.
Lo mismo es
igualmente cierto respecto a utilizar algunas formas del Tetragrámaton con
propósitos sectarios, empleándolo como medio de distinguir un grupo religioso
de otros grupos religiosos. La evidencia muestra que el nombre “Testigos de
Jehová” se desarrolló como respuesta a un interés de ese tipo. De manera
similar, el “alabar su santo nombre” o “santificar su nombre” no significa
simplemente alabar una palabra o expresión particular, pues ¿cómo puede uno
‘alabar una palabra’ o ‘alabar un título’? Más bien, significa claramente
alabar a la Persona misma, hablar
con reverencia y admiración de Él y de sus cualidades y caminos, verlo y
respetarlo a Él como Santo en sentido superlativo.
El modo concluyente de identificar al Dios
verdadero
Obviamente,
es necesario identificar a la Persona a quien se alaba. Pero para hacerlo, uno
no está limitado al empleo de sólo una designación específica. Los apóstoles y
discípulos de Cristo Jesús, que escribieron las Escrituras Cristianas, se
refirieron normalmente a Dios como “Dios” en la gran mayoría de los casos.
Mientras que en unas 22 ocasiones utilizaron el término “Señor” en combinación
con “Dios”, y en unos 40 casos acompañaron el término “Dios” con referencia al
“Padre”, en otros 1275 casos simplemente dijeron “Dios”. Es evidente que no
sintieron necesidad ni obligación de añadir a ese término otro nombre como
prefijo, tal como “Jehová”. El entero contexto en el que escribieron deja claro
sobre quién estaban escribiendo.
Así, mientras
reconocen el hecho de que hay “muchos ‘dioses’ y muchos ‘señores’” a los que se
adora, el apóstol pasa a decir “para
nosotros hay un solo Dios el Padre, procedente de quien son todas las cosas, y
nosotros para él; y hay un solo Señor, Jesucristo, mediante quien son todas las
cosas, y nosotros mediante él.” Hasta en la versión de la Traducción del Nuevo Mundo podemos
notar que el apóstol Pablo no sintió en este momento la necesidad de utilizar
el Tetragrámaton para identificar al Dios verdadero entre los diferentes dioses
de las naciones. (En esto, nuevamente, el apóstol no refleja el punto de vista
y la práctica de la organización Watch Tower hoy día.) Algunos, de hecho,
podrían haber entendido que el Tetragrámaton correspondía solamente al “Dios de
los judíos”. Las palabras de Pablo en Romanos 3:29 muestran que algunas veces
él sintió la necesidad de clarificar que el Dios del cual estaba hablando no
estaba limitado de ese modo. Cuando habló a los atenienses, quienes adoraban
muchas deidades, él les identificó claramente el Dios verdadero, pero no mediante el uso del nombre “Jehová” o de otra forma similar del
Tetragrámaton. Si existe la preocupación por evitar cualquier
confusión de identidad, es innegable que ninguna designación identifica más
claramente al Dios verdadero que la de “Padre de nuestro Señor Jesucristo”, que
se encuentra con frecuencia en los escritos apostólicos.
La revelación del nombre verdadero de Dios a
través de Su Hijo
Cuando
nosotros como humanos damos a conocer nuestro nombre personal a otros, a ese
grado nos revelamos a
ellos—dejamos de ser anónimos. Tal revelación también tiene el efecto de
producir una relación personal más íntima entre las personas, eliminando hasta
cierto grado la sensación de ser extraños entre sí. Sin embargo, como se ha
mostrado, , cuando esas personas llegan a conocernos por lo que somos, por lo que creemos, por las cualidades que poseemos, por lo que hemos hecho o
estamos haciendo, es entonces solamente cuando llegan a conocer
nuestro “nombre” en el sentido más importante. El nombre personal que llevamos
es en realidad poco más que un símbolo; no es el “nombre” de verdadera
importancia.
Al revelarse a sus siervos y a otros
en los tiempos precristianos, Dios utilizó predominantemente, aunque no de
forma exclusiva, el nombre representado en el Tetragrámaton (YHWH). Pero la
revelación de su “nombre” en el sentido veraz, crucial y vital llegó a través
de Su revelación a ellos como Persona suprema, todopoderosa, santa, justa,
misericordiosa, compasiva, veraz, con propósito, que cumple sus promesas. Y,
sin embargo, la revelación efectuada en ese tiempo fue menor comparada con la
que habría de venir.
Es con la venida del Mesías, el Hijo
de Dios, que la revelación majestuosa del “nombre” de Dios llega en sentido
completo. Como lo dice el apóstol Juan:
Nadie ha visto jamás a Dios; su Hijo
único, que vive en íntima comunión con el Padre, es el que nos lo ha dado a
conocer.
A través de
su Hijo, Dios se revela a sí mismo—Su realeza y personalidad—como nunca antes.
Por medio de esta revelación Él también nos abre el camino para que entremos en
una relación singularmente íntima con Él, la de hijos con un padre, no sólo
hijos de Dios, sino herederos, coherederos con su Hijo unigénito. Así, Juan
dice también de los que ponen fe en el Mesías de Dios, Jesucristo: “No
obstante, a cuantos sí lo recibieron, a ellos dio autoridad de llegar a ser
hijos de Dios, porque ejercieron fe en su nombre”.
Unos pocos
años después de que se completase el libro Ayuda para entender la Biblia, la investigación que efectué en
conexión con el sentido de la palabra “nombre” sirvió de base para el artículo
que apareció en el número de 15 julio de 1973 de La Atalaya, titulado
“¿Por qué trae vida la ‘fe en el nombre’ de Cristo?” y otro en La Atalaya de
15 de septiembre de 1973, titulado “¿Qué significa el nombre de Dios para
usted?” En esos artículos se presentaron
virtualmente todos los puntos relacionados con un significado más profundo de
la palabra “nombre” que han sido considerados. Entre otras cosas, el
segundo articulo citado comentó la oración de Jesús en la noche anterior a su
muerte, en la que le dijo a su Padre:
He puesto tu nombre de manifiesto a
los hombres que me diste del mundo…vigílalos por causa de tu propio nombre que
me has dado…Y yo les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer.
Después de
preguntar de qué forma dio Jesús a ‘conocer el nombre de Dios’ a sus apóstoles,
se citó el siguiente comentario efectuado por Albert Barnes enNotes, Explanatory and Practical, on the Gospels (1846):
La palabra nombre [en
Juan 17] incluye los atributos, o carácter de Dios. Jesús había dado a conocer
su carácter, su ley, su voluntad, su plan de misericordia. O en otras palabras,
les había revelado Dios a ellos. La palabra nombre se usa a menudo para designar a la persona.
Después de
esa cita, el artículo de La Atalaya continúa con los siguientes
comentarios:
Por lo tanto, a medida que Jesús
‘explicaba al Padre’ por su propio proceder de vida en la Tierra, perfecto en
todo detalle, realmente estaba ‘dando a conocer el nombre de
Dios.’ Demostró que hablaba con el pleno apoyo y autoridad de Dios. Por eso
pudo decir: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre también.”
Así el “nombre” de Dios adquirió mayor significado para sus seguidores primitivos.
Así el “nombre” de Dios adquirió mayor significado para sus seguidores primitivos.
Aunque el
artículo de 15 de septiembre de 1973 de La Atalaya contiene varias afirmaciones que
reflejan muchos puntos de vista básicos de la organización Watch Tower y que
son en realidad de naturaleza sectaria, creo, sin embargo, que es cierto
afirmar que en conjunto señala de manera precisa al sentido bíblico de la
palabra “nombre”. El artículo resalta de manera regular que hacer cosas “en el
nombre de Dios” significa mucho más que meramente emplear o pronunciar el
nombre “Jehová”. Puede ser interesante para las personas revisar hoy ese
material. Aunque lo que escribí en el artículo fue aprobado por la organización
para que se publicase, y, hasta donde llega mi conocimiento, no ha sido
refutado, la revista La Atalaya no ha incluido desde entonces
información de esta clase. Sus artículos manifiestan casi una desconsideración
total por el principio que se presentó allí con apoyo bíblico.
Al condenar a
los que clasificaría como “apóstatas”, la revista La Atalaya cita
como una “prueba” de su “apostasía” el que ellos no le dan la misma importancia
al uso del nombre “Jehová” que le da la organización de los Testigos. Además de
lo que ya se ha presentado aquí, existe mucha más evidencia que muestra que, si
fuese correcta la utilización que hace la organización Watch Tower de ese
término, y ejemplificase el modo apropiado de honrar del “nombre” de Dios,
entonces esto mismo convertiría a Cristo y sus apóstoles en “apóstatas”.
La designación preferida por Cristo
En comparación
con las 6.800 o más referencias a “Jehová”, las Escrituras Hebreas
precristianas contienen solamente unos doce casos donde se hace referencia a
Dios como “Padre”. Aun en esos casos, se utiliza ese término principalmente con
referencia a la relación de Dios con Israel como pueblo, y no a su relación con
los individuos.
Es, pues,
solamente con la venida del Hijo de Dios y la revelación que hizo de su Padre, que se
manifiesta esta relación íntima. La Traducción del Nuevo Mundo de las Escrituras Cristianas
inserta el nombre “Jehová” 237 veces en esos escritos, haciéndolo sin base
sólida. No obstante, incluso con esta introducción esencialmente arbitraria de
algo que no se encuentra en los manuscritos antiguos de las Escrituras
Cristianas, la referencia a Dios como “Padre” es todavía mucho más prominente,
pues se hace mención a Él como “Padre” unas 260 veces en esos escritos cristianos—sin
necesidad alguna de una introducción arbitraria de ese término por parte de los
traductores.
En contraste
con la práctica común entre los Testigos de Jehová cuando se dirigen a Dios en
oración, Jesús no se dirigió a Él nunca como “Jehová”, sino siempre como
“Padre” (empleando esta expresión seis veces en tan solo su oración final con
sus discípulos). Incluso en la Traducción del Nuevo Mundo, en
ninguna de sus oraciones Jesús se dirige a su padre como Jehová”. Por consiguiente, cuando ora a su
Padre y le dice: “Padre, glorifica tu nombre”, es evidente que el término
“nombre” se utiliza aquí en un sentido más completo y profundo, como
representando a la Persona misma. De otro modo, sería inexplicable la ausencia
total de un apelativo específico como “Jehová” en las oraciones de Jesús. Cuando estaba con sus
discípulos en la noche anterior a su muerte, tanto al hablar con ellos como en
una larga oración Jesús se refirió al “nombre” de Dios cuatro veces. Sin embargo, durante toda esa noche,
llena de consejos y exhortaciones a sus discípulos, y en oración, no se encuentra referencia alguna a que Él hubiese utilizado el
nombre “Jehová”. Más bien, empleó de manera consistente la
designación “Padre”, ¡haciéndolo alrededor de cincuenta veces! Cuando murió al
día siguiente, el no exclamó el nombre “Jehová”, sino que dijo:
“Dios mío, Dios mío”, y en sus palabras finales dijo: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”. Como cristianos, ¿el ejemplo de quién debemos
seguir? ¿El de una confesión religiosa del siglo veinte, o el que manifestó el
Hijo de Dios en un momento tan crucial?
Cuando Jesús
enseñó a sus discípulos a orar, si hubiese seguido la práctica que ha
desarrollado la organización Watch Tower entre los Testigos de Jehová, les
hubiese enseñado a dirigir su oración a “Jehová Dios” o a incluir ese nombre en
algún momento en sus oraciones. En lugar de eso, les enseñó a seguir su propio
ejemplo y a dirigir sus oraciones diciendo “Padre Nuestro que estás en los
cielos.”
En nuestras relaciones de familia,
normalmente no nos referimos o nos dirigimos a nuestro padre como “Juan”,
“Ricardo”, “Germán”, o cualquiera que sea su nombre. El hacer esto no indicaría
la clase de relación que disfrutamos con nuestro padre. Nos dirigimos a él como
“padre”, o de manera más íntima, como “papá”, o “papi”. Quienes están fuera de
esa relación no pueden utilizar ese término. Ellos deben limitarse a emplear un
apelativo más formal que envuelve un nombre particular.
Así, a los
que junto con él llegan a ser hijos de Dios a través de Jesucristo, el apóstol
dice: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de
su Hijo, el cual clama: ¡Abba [una expresión aramea que significa “papá”],
Padre!” Este hecho juega indudablemente un
papel principal al explicar por qué llegó el cambio innegable, pasando del
énfasis precristiano en el nombre “Jehová” al énfasis cristiano en el “Padre”
celestial, pues no fue sólo en oración que Jesús convirtió ese término en su
expresión predilecta. Tal como revela la lectura de los evangelios, en todas
sus conversaciones con sus discípulos, Jesucristo se refiere principal y
consistentemente a Dios como “Padre”. Sólo si entramos en la relación íntima
con el Padre que el Hijo nos abrió, y si la apreciamos profundamente, podremos
decir verdaderamente que conocemos el “nombre” de Dios en un sentido completo y
genuino.
El Tetragrámaton se cumple a través del hijo
de Dios
Sin embargo,
existe otro aspecto que puede arrojar luz sobre este cambio definitivo de
énfasis. El nombre representado por el Tetragrámaton (YHWH = Yahvé, Jehová)
proviene de la forma del verbo “ser” (hayah’).
Algunos eruditos piensan que se corresponde
con la forma causativa de
este verbo. De ser así, significaría literalmente “El que
causa que sea, el que trae a la existencia”. Esto armonizaría con la respuesta de
Dios a la pregunta de Moisés acerca de Su nombre, que dice de acuerdo con
algunas traducciones, “Seré lo que seré” Mientras varias traducciones leen, “Yo
soy el que soy”,The International Standard
Bible Encyclopedia (Vol.
2, pág. 507) afirma sobre la versión:
“Seré quien / lo que seré”…es
preferible porque el verbo haya [ser] tiene un sentido más dinámico de
ser—no pura existencia, sino llegar a ser, suceder, estar presente—y porque el
contexto histórico y teológico de esos primeros capítulos de Éxodo muestra que
Dios revela a Moisés, y seguidamente a todo el pueblo, no la naturaleza interna
de Su ser [o existencia], sino Sus intenciones activas, redentoras en favor de
ellos. Él “será” para ellos “lo que” Sus acciones demuestren que “es”.
Sobre esta
base, sería apropiado decir que el nombre representado en el Tetragrámaton
(Yahvé o Jehová), con el énfasis en los propósitos de
Dios para su pueblo, encuentra su cumplimiento verdadero en y a través del Hijo
de Dios. El mismo nombre “Jesús” (en hebreo Yeshua) significa “Yah [o Jah]
salva”. En él y a través de él todos los propósitos de Dios para la humanidad
encuentran su realización completa. Todas las profecías señalan finalmente
a este Hijo Mesiánico, convirtiéndolo en su punto focal. En Revelación 19:10,
el ángel le dice a Juan que “el testimonio de Jesús es el espíritu de la
profecía”. El cumplimiento de esas profecías emana de
él. Así pues, el apóstol puede decir:
Porque no
importa cuántas sean las promesas de Dios, han llegado a ser Sí mediante él.
Por eso también mediante él [se dice] el “Amén” a Dios, para gloria por medio
de nosotros.
La
culminación de todas las promesas de Dios y de sus propósitos redentores en y a
través de Jesucristo puede, entonces, dar una explicación adicional sobre el
cambio que es evidente en las Escrituras Cristianas, en comparación con las
Escrituras Hebreas, en cuanto a su modo de referirse a Dios. Esto explicaría
por qué Dios hace intencionadamente que la atención se centre abundantemente en
el nombre de su Hijo, y por qué su espíritu Santo inspiró a los escritores
cristianos de la Biblia a hacerlo así. Ese Hijo es “el Amén”, la “Palabra de
Dios”, Aquel que puede decir “Yo he venido en el nombre de mi Padre”, en el
sentido pleno y más importante de la palabra “nombre”.
Atrás en el
tiempo en que los israelitas estaban viajando hacia Canaán, Jehová afirmó que
enviaría su ángel delante de ellos para guiarles. Él dijo que debían obedecer
esa guía angelical: “Porque mi nombre está dentro de él”. En un sentido mucho más
grande, Dios causó que su “nombre” estuviese en Jesucristo durante su vida
terrenal. Así pues, algunos textos de las Escrituras Hebreas que contienen
afirmaciones relativas a “Jehová” fueron aplicados en las Escrituras Cristianas
al Hijo, siendo evidentemente la base para hacer eso el hecho que el Padre lo
había investido con pleno poder y autoridad para hablar y actuar en Su nombre,
porque este Hijo dio una revelación de la personalidad y el propósito del
Padre en todas las formas, y porque el Hijo es el Heredero real y justo de su
Padre.
En todas
estas formas pues—por su revelación única e insuperable de Dios, por dar a
conocer como nunca antes la personalidad, el propósito y los tratos de su
Padre, y por abrir el camino a la relación de hijos con Dios—Jesucristo dio a
conocer y glorificó el nombre verdadero y vital de su Padre en los cielos. En
oración a su Padre, la noche antes de morir, habiendo dicho con veracidad “Yo
te he glorificado sobre la tierra, y he terminado la obra que me has dado que
hiciera”, pudo decir apropiadamente: “He
puesto tu nombre de manifiesto a los hombres que me diste del mundo. . . . Padre Santo vigílalos por
causa de tu propio nombre que me has dado, para que sean uno así como lo somos
nosotros”.
La inserción arbitraria oscurece las
enseñanzas bíblicas
Uno de los
aspectos más serios de este asunto es que, por la inserción arbitraria del
nombre “Jehová” en los numerosos casos en los que los manuscritos leen “Señor”
(en griego kyrios), la Traducción del Nuevo Mundo a
menudo desacredita seriamente el papel y la posición gloriosa que el Padre le
ha asignado al Hijo. Considere la discusión que hace el apóstol en Romanos
10:1-17. El argumento de esta sección de la carta de Pablo es la fe en Cristo, que Cristo es “el fin de la ley, para todo el
que ejerza fe tenga justicia,” y Pablo discute “la ‘palabra’ de fe que
predicamos”, al decir “si declaras públicamente aquella ‘palabra en tu propia
boca’, que Jesús es Señor y
en tu corazón ejerces fe en que Dios lo levantó de entre los muertos, serás
salvo”. A pesar del énfasis completo en la fe en Cristo como Señor en todo el
contexto, cuando la Traducción del Nuevo Mundo llega al versículo 13, poniendo a un
lado el hecho que el texto griego emplea la palabra para “Señor”, el traductor
inserta aquí el nombre “Jehová”, de modo que el texto lee: “Porque todo el que
invoque el nombre de Jehová será salvo”. Es verdad que en Joel 2:32 se
encuentra una expresión idéntica, y allí se habla de invocar el nombre de
“Jehová”. Pero ¿exige este hecho que un traductor pase por
alto la evidencia textual de los manuscritos antiguos de los escritos de los
apóstoles, o le da esto el derecho de
hacerlo, sustituyendo el término “Señor” por “Jehová”? La pregunta debería ser:
¿qué muestran el contexto y el resto de las Escrituras?
Las
Escrituras Cristianas hacen obvio que “invocar el nombre” del Hijo con fe, e
“invocar el nombre” del Padre no son de ningún modo acciones mutuamente
excluyentes. Tanto antes como después de la afirmación citada de Pablo, el apóstol
discute que el propósito y la voluntad de Dios son que la salvación provenga a
través de su Hijo, el Cristo. Puesto que el Hijo vino “en el nombre de su
Padre”, “invocar el nombre” del Hijo para salvación es simultáneamente una
invocación del nombre del Padre quien lo envió. Dios se reveló a sí mismo a través de
su Hijo, de modo que cualquiera que viera al Hijo, estaba en efecto viendo al
Padre. Vez tras vez los
discípulos de Cristo hablaron de poner fe en el “nombre” de Jesús, en un
sentido más profundo y vital del término. En Pentecostés, después de citar la misma expresión de
la profecía de Joel que citó Pablo, Pedro le dijo a la muchedumbre que deberían bautizarse “en el nombre de
Jesucristo para perdón de sus
pecados”. Él declaró después ante el Sanedrín: “no hay salvación en ningún
otro, porque no hay otro nombre debajo del cielo que se haya dado entre los
hombres mediante el cual tengamos que ser salvos”. Al hablar a Cornelio y
a otros, Pedro dijo de Cristo “de él dan testimonio todos los profetas, que
todo el que pone fe en él consigue perdón de pecados mediante su nombre”. En
el momento de la conversión de Saulo de Tarso, Ananías le habló en visión a
Cristo de “los que invocan tu nombre”, y cuando Saulo (o Pablo) relató más
tarde lo sucedido, citó a Ananías diciendo que Dios quería que Pablo viera “al
Justo” y oyera “la voz de su boca”, de modo que había “de serle testigo a todos
los hombres acerca de cosas que has visto y oído”. Él afirma que Ananías a
continuación le dijo, “Levántate, bautízate y lava tus pecados mediante invocar
su nombre [el de Cristo]”.
A la vista de
esta evidencia, ¿por qué debería algún traductor moderno pasar por alto la
evidencia de los textos más antiguos, y se atrevería a insertar “Jehová” en
lugar de “el Señor” en la afirmación del apóstol en Romanos 10:13? En muchos
casos el contexto indica claramente que el “Señor” del que se habla es Dios, el
Padre. Pero en otros casos, el contexto señala más directamente a su Hijo, el
Señor Jesucristo. La alteración del texto de Romanos capítulo diez no es un
caso aislado. Las 237 inserciones de “Jehová” en el texto de la Traducción del Nuevo Mundo (en el lugar en donde el lenguaje
original del manuscrito dice “el Señor”) tienen el efecto de eliminar la
aplicación a Cristo cuando el contexto lo indica o lo permite claramente. Si
es la voluntad del Padre glorificar a su Hijo, darle un nombre exaltado y hacer
que ese “nombre” sea objeto de fe, ¿por qué debería discrepar cualquiera de
nosotros con Su modo de actuar? De modo similar, si los escritores cristianos
que fueron apóstoles y discípulos de Jesús, la mayoría de los cuales habían
estado con él, habían escuchado sus palabras directamente y conocían de primera
mano el modo como se refirió a Dios, no utilizaron el Tetragrámaton en sus
escritos, ¿por qué deberíamos nosotros asumir que deberían haber actuado así, y
otorgarnos el derecho de editar sus escritos inspirados para incluirlo? Si lo
hacemos, ¿estaríamos verdaderamente mostrando respeto al “nombre” de Dios, y
sometiéndonos a su soberanía y voluntad? ¿O estaríamos, por el contrario,
mostrando un deseo voluntarioso de actuar al margen de esa autoridad, tomando
los asuntos en nuestras propias manos, al mismo tiempo que alegamos hacerlo “en
su nombre”?
Viendo los símbolos en su perspectiva
correcta
En vista de toda la evidencia
bíblica, y particularmente del ejemplo de Jesús y sus apóstoles, parece claro
que poner la atención y enfatizar intensamente el nombre “Jehová” prueba muy
poco respecto a la validez de la afirmación de cualquier religión en cuanto a
dar a conocer y santificar el “nombre de Dios” en su sentido más importante.
Las Escrituras Cristianas, tal como Dios tuvo a bien preservarlas para nosotros
por medio de miles de manuscritos antiguos, no le dan importancia en ninguna
parte al Tetragrámaton, en ninguna de sus formas. Muestran que el Hijo de Dios
tampoco le dio importancia a esa designación, ni en su habla ni en oración,
revelando, por el contrario, que la designación preferida por él era “Padre”.
También muestran que los apóstoles y discípulos siguieron el mismo modelo en
sus escritos. El negarse a seguir sus ejemplos, tal vez incluso el temor de
hacerlo, puede ser el resultado de otro punto de vista erróneo, un error en un
juicio de valor.
Los humanos a menudo cometen el error
de fijarse en un símbolo y dejan de ver y de dar importancia a la entidad mayor
de la cual el símbolo es meramente una representación. Por ejemplo, se respeta
apropiadamente la bandera de una nación. El respeto se le debe, no por la tela
de la que está hecha, ni por la imagen particular que contiene, sino porque es
el símbolo de un gobierno y de una nación y de los ideales que representa. Sin
embargo, algunos cometen el error de olvidar que ese emblema nacional no es más
que un símbolo; no se puede equiparar de ninguna forma a lo que simboliza.
Estos profesan quizás gran reverencia al símbolo, mientras que con su conducta
degradan lo que representa, “se arropan con la bandera” a la vez que participan
en habla y actos que violan, o que no están en armonía con las leyes y
principios sobre los cuales se fundamenta esa nación particular. Como saben los
Testigos de Jehová, debido a sus escrúpulos contra saludar cualquier bandera de
cualquier nación, algunas personas en Estados Unidos durante los años cuarenta
formaron chusmas violentas contra ellos, golpeándolos de manera viciosa,
destruyendo sus propiedades. Al hacer esto, esas personas traicionaron las
mismas leyes y principios de la nación simbolizada por la bandera, mostrando
oposición a los principios de su Constitución y de su sistema judicial. En la
nación africana de Malawi, la misma importancia irracional se le atribuyó a la
tarjeta del partido nacional, y cuando los Testigos, acatando sumisamente la
política y enseñanzas organizacionales, rechazaron adquirirla, fueron
golpeados, sus hogares quemados, y forzados a huir del país. En todos estos
casos, la importancia extrema y desequilibrada que se le otorgó al símbolo
contribuyó a actos que no honraban sino que degradaban lo que el símbolo
representaba. El símbolo puede modificarse o hasta sustituirse por otro, sin
embargo lo que representa puede continuar igual.
En el campo
de la religión, algunos muestran el punto de vista desequilibrado hacia los
símbolos. Los israelitas cometieron ese error repetidamente. Por
siglos Jehová utilizó el arca del pacto como símbolo de su propia presencia. La
nube que aparecía encima de la cubierta del arca (proveyendo evidentemente una
luz milagrosa) en el Santísimo del templo simbolizaba de manera similar su
presencia. El sugerir que estas cosas podrían cesar un
día habría parecido sacrílego a los Israelitas, algo impensable. Sin embargo
llegó el tiempo en que Dios permitió que tanto el arca del pacto como el templo
mismo fueran destruidos, y que la nube en el Santísimo cesara para siempre. La
desaparición de estos símbolos de ninguna manera rebajó su Persona ni su
gloria. Más bien, demostró Su superioridad sobre los símbolos mismos. Estos no
eran sino una sombra de cosas mejores y mayores, las realidades.
Debido a la
forma en que murió el Hijo de Dios, a lo largo de la historia las religiones
cristianas en general han utilizado la cruz como símbolo de su muerte y de lo
que significa para la humanidad. El apóstol Pablo habló de ese
instrumento (llamado “madero de tormento” en la Traducción del Nuevo Mundo) como representativo de la
misma esencia de las buenas nuevas que él proclamó. Sin
embargo, algunos hacen de ese símbolo algo sagrado en sí mismo, aún hasta el punto de atribuirle
prácticamente poderes mágicos, como si ese símbolo fuese un amuleto capaz de
protegerlos de la calamidad y de la maldad, de los poderes demoníacos. De ese
modo, al pervertir el símbolo supersticiosamente, se muestran falsos al Hijo de
Dios, cuyo propósito sobre la tierra está resumido en ese símbolo.
Lo que es
cierto de tales símbolos puede ser también cierto de la palabra que
se utiliza para simbolizar una persona, incluyendo la persona de Dios. El
nombre representado por las cuatro letras del Tetragrámaton (Yahvé o Jehová) es
merecedor de nuestro profundo respeto, debido a que figura con gran prominencia
en la larga historia de los tratos de Dios con la humanidad, y particularmente
con su pueblo escogido de Israel durante el período precristiano. Pero el
Tetragrámaton, sea cual sea su pronunciación, es solamente un símbolo de la
Persona. Cometemos un grave error si le atribuimos a una palabra—aunque se
emplee como un nombre de Dios—importancia equivalente a lo que Él representa, y
es mucho peor si consideramos esa palabra misma como una especie de fetiche verbal,
talismán o amuleto, capaz de protegernos del daño o del mal, de los poderes
demoníacos. Al actuar así, demostramos en realidad que hemos perdido de vista
el significado vital y verdadero del “nombre” de Dios. Podemos exhibirlo de manera
prominente, como se exhibe una bandera o un crucifijo, pero no probamos nada en
cuanto a nuestra reverencia por el Dios verdadero.
Algunos
Testigos de Jehová que se han dado cuenta de cuán alejados de las enseñanzas de
las Escrituras están muchas de las posiciones de la organización, e incluso
algunos que han salido de esa organización, expresan, sin embargo, el
sentimiento de que Dios debe hacer
algo para corregir la situación. Como ella se autodenomina la “organización de
Jehová”, éstos consideran que va a recibir atención especial de Dios. En vista
de la evidencia bíblica que se ha discutido, no existe razón para creer que el
Dios Todopoderoso, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, tenga un interés mayor
por un movimiento religioso llamado “Testigos de Jehová” que el que tiene por
otras religiones del mundo que indiscutiblemente alegan hablar “en su nombre”,
incluyendo los movimientos de la “Iglesia de Dios”, los movimientos de “la
Iglesia de Cristo”, o hasta incluso la Iglesia Católica Romana con sus millones
de creyentes. El pensar que Dios está obligado a tomar alguna acción especial
para limpiar la organización Watch Tower, mientras permite que existan todo
tipo de problemas y fallos en las miles de otras religiones, no está, creo yo,
basado en ninguna razón bíblica sólida. Ningún pueblo sobre la tierra estuvo
más íntimamente conectado con el nombre representado por el Tetragrámaton
(Yahvé o Jehová) que la nación israelita, aquellos a quienes se dirigieron
originalmente las palabras: “Vosotros sois mis testigos”. Sin embargo, Dios no
“enderezó” esa nación, ni lo hizo su Hijo. No tenían el deseo de cambiar
(particularmente los líderes nacionales). La evidencia muestra que esa es
análogamente la posición de la organización Watch Tower como organización.
El que Dios
“escoja un pueblo para su nombre” tiene entonces una profundidad de significado
mucho mayor que la mera aplicación de una palabra nominativa, y el que
demostremos estar entre los que santifican y proclaman el nombre de Dios exige
mucho más de nosotros que el simple uso repetitivo de Yahvé o Jehová, o
cualquier otro término en particular. Del
mismo que es fácil exhibir o mover una bandera, llevar o besar una cruz, pero
mucho más difícil vivir de acuerdo con los principios que se cree que estos
símbolos representan, también es relativamente fácil llevar a nuestros labios
cierta palabra como un nombre, pero mucho más difícil honrar aquello de lo cual
ese nombre o palabra no es más que un símbolo. Honramos y damos a conocer
genuinamente el nombre de nuestro Padre en el sentido verdadero sólo si vivimos
vidas que demuestran que somos sus hijos, imitándolo a Él en todo lo que
hacemos, teniendo a Su Hijo como nuestro ejemplo".