martes, 24 de enero de 2012

Joseph y el ángel

La noche del veintiuno de septiembre de 1822, equinoccio de otoño, la habitación de Joseph Smith se llenó de luz mientras dormía. El chico despertó aterrado, contemplando una figura blanca que flotaba, suave, a pocos pasos de su cama. El ángel (identificado como Moroni) de luz le llamó por su nombre y le comunicó el secreto que toda su vida había anhelado saber. En una colina vecina aguardaba el mayor tesoro que habían conocido los hombres, un cofre de piedra que guardaba un libro de oro con un mensaje divino. Pero las exigencias del ángel para hacerse con el tesoro eran múltiples y variadas. Algunas eran razonables y hasta previsibles: no podía usar el libro para enriquecerse, debía agradecer a Dios el privilegio concedido, debía contar a su padre lo acontecido en la habitación. Otras eran misteriosas: llamar al libro por su nombre, por ejemplo, o vestir ropa negra cuando fuera a desenterrarlo. Montar un caballo oscuro con el pelo de su cola trenzado, y que el libro no tocara el suelo hasta llegar a casa. Y la más intrigante de todas. Nunca, bajo ningún concepto, debía mirar hacia atrás.

Todos los granjeros en cincuenta millas a la redonda sabían de las habilidades del chico de los Smith. Las vecinas del pueblo, que le habían comprado tartas y cerveza cuando era pequeño, contaban a quien quisiera escucharlas que con la ayuda de sus maravillosas piedras podía adivinar el escondrijo de cualquier cosa. Joseph intuía la escurridiza presencia de cofres de oro ocultos bajo tierra o de antiguas minas de plata explotadas por españoles; incluso le habían visto presentir el minúsculo rastro dejado por un mondadientes extraviado entre la paja del suelo. Una cuadrilla excavó por todo el condado, pero su entusiasmo pronto disminuyó en proporción directa al volumen de tierra desplazada. Parecía que los poderes de Joseph no bastaban para dar el paso final. Siempre había un hechizo demasiado poderoso que ocultaba el lugar exacto del tesoro o éste se negaba a manifestarse por no haber sabido tener la boca cerrada. A pesar de estas señales, nadie supuso que aquel chico de diecisiete años iba a ser el elegido.
 
Al día siguiente de la visita del ángel, José marchó hacia Cumorah, el lugar donde encontró el cofre enterrado a poca profundidad. Smith lo forzó haciendo palanca con una rama, tomó el libro dorado y echó una apresurada ojeada al resto de tesoros. Pero un brillo de codicia debió cruzar sus ojos, pues el libro volvió a la caja y la tapa se cerró con un golpe seco. Los siguientes cuatro años regresó a la colina en el aniversario de aquel día memorable, pero el ángel lo consideró indigno hasta su visita de 1827. Por fin el cazador de tesoros era dueño del libro y de las riquezas que lo acompañaban: una espada, un peto, un crisol, unas bolas de extraño metal, una suerte de brújula y unos anteojos mágicos llamados Urim y Tumim, capaces de hacer entender cualquier escritura a aquel que se los pusiera. Los escasos creyentes que vieron el libro lo recordaron variable y movedizo. Afirmaron que pesaba entre quince y treinta kilos, y que medía diez, quince, veinte centímetros de largo, todo él forjado en un indefinible metal dorado. Tres aros plateados traspasaban las planchas (laminas) y permitían volver sus páginas. Una buena cantidad estaban pegadas firmemente entre sí, de manera que nadie pudo saber lo que contenían, pero el resto se mostraron cubiertas de unos curiosos signos que el joven interpretó como parte de un desconocido sistema de escritura llamado egipcio reformado. Joseph utilizaba su querida piedra mágica o las gafas misteriosas para traducir el mensaje. Introducía los amuletos en el interior de un viejo sombrero de copa blanco y hundía su cara en la abertura, para impedir que ningún rayo de luz penetrara en el interior. Al principio sólo escuchaba el zumbido de la sangre en sus oídos y sentía contra su rostro el vapor cálido, húmedo y animal de su respiración. De pronto, las paredes del pequeño hueco retrocedían y el espacio crecía, se hundía hasta formar un vasto abismo infinito. Y en el centro de aquella negrura perfecta, fría y desolada como el vacío interestelar, los extraños símbolos egipcios comenzaban a brillar débilmente. A su lado, el vidente veía parpadear su significado en perfecto inglés. Ajenos al prodigio, a pocos pasos, los primeros discípulos se afanaban en copiar fielmente sus palabras. Tal es el origen del Libro de Mormon.

El origen de una Religión
Quince millones de mormones veneran hoy a Joseph Smith como profeta. Consideran verdad revelada el mensaje descifrado durante aquellas mágicas sesiones de lectura y que las Planchas de Oro fueron devueltas al ángel junto con el Urim y Tumim. Ningún hombre las ha vuelto a ver. Smith afirmó años más tarde que Dios es un ser físico que habita en las inmediaciones del planeta Kolob, un vasto mundo cristalino alrededor del cual la Tierra orbitó en el principio de los tiempos. Mormones más minuciosos han precisado que Kolob y el trono de Dios se hallan en el ardiente centro de nuestra galaxia, donde un agujero negro supermasivo alimenta su horno, bien cerca de la nebulosa de Sagitario. También afirman que en un lejano futuro, cuando la humanidad esté preparada, el Libro descenderá de nuevo a la Tierra y consentirá que un nuevo elegido recorra sus páginas selladas. Mientras tanto, la piedra mágica utilizada por Joseph Smith aguarda su momento en el interior de una cámara acorazada en poder del Primer Presidente mormón en Salt Lake City, Utah.

En entradas siguientes seguiremos analizando la fascinante historia mormona. Una historia que sufrió la traición del mismo Joseph Smith y el primer golpe de distorsión de su propia autoria y personalidad.